lunes, 7 de febrero de 2011

Mi abuela, mi madre y mi tía. Por Ana San Romualdo

Fotografías cedidas por Ana San Romualdo.

Siempre me ha molestado mucho esa expresión de que una persona es o se comporta como una verdulera, aunque la verdad es que hasta yo misma me he sorprendido en algún momento utilizándola, para después arrepentirme de inmediato. Procuro usar expresiones alternativas (al hilo de la actualidad, qué mejor que eres una belenesteban), porque mi abuela era verdulera, y nada más alejado que ella de esa imagen de mujer vulgar y gritona que se asocia al término.

Mi abuela Eugenia, Uge para todos, tenía un puesto de fruta y verdura en el mercado de San José, entonces un lugar frío y lleno de corrientes de aire, muy alejado del moderno centro cultural que es hoy y que ella nunca llegó a conocer. Cogió el puesto en años muy difíciles de la posguerra, tiempos en los que no sobraba de nada; tiempos que, me temo, hacen palidecer a los que actualmente padecemos, nada sencillos tampoco.

Al principio, había días en los que no vendía casi nada. En los que la mercancía, muy frágil, se estropeaba en las cajas o en las banastas y llegaba a casa como se había ido, solo con el frío segoviano en el cuerpo. Aún guardo, vencida como siempre por el simbolismo de los objetos, una vieja chaqueta de lana suya. Recuerdo, o quizás quiero recordar, que las usaba cuando estaba en el mercado.

El caso es que Uge, que era dura y tierna a la vez, nunca perdió la fe en que aquella aventura en que se había embarcado serviría para mejorar la vida de su familia. Siempre había un ya venderemos mañana. Con modestia, el negocio fue poco a poco yendo mejor, y sirvió para completar los ingresos familiares. Sin pretensiones; ésta no es la historia de una frutera que acabó teniendo una gran empresa, sino la de una frutera que fue frutera. Creo que ella nunca necesitó más y desde luego, yo tampoco.

Por la frutería pasaron, brevemente, mi tía Raquel y, un poco más prolongadamente en el tiempo, mi madre, Ana. No sé si es genética, o cuestión de ambiente, pero yo misma me recuerdo, antes que escribiendo, haciendo cuentas y cobrando a las señoras en el puesto, cuando apenas levantaba un metro del suelo.

La vida llevó a mi madre y mi tía por otros derroteros y no creo que pensasen en seguir los pasos de su madre y establecer su propio negocio. Pero el caso es que, aunque no lo pensasen, terminó sucediendo. Cuando ya pasaban de los 50, cuando quien más y quien menos siente que ya tiene la vida encarriladada y que lo propio es empezar a pensar en la jubilación y los nietos, ellas echaron mano del espíritu de su madre, el mismo espíritu que veo en ellas cada día, se pusieron la crisis y los “éstas dos están locas” por montera y abrieron una zapatería.



Han pasado casi dos años y La Zapatería del Mercado, en el Mercado de La Albuera, (gracias a EL ADELANTADO por esta pequeña cuña gratuita) sigue abierta, para sorpresa de los que no las daban ni un año, en un momento con una de las peores caídas del consumo de los últimos treinta años. Como la frutería de mi abuela, no creo que la zapatería llegue nunca a multinacional, pero en tiempos en que abrir cada mañana es un triunfo incluso para los que llevan generaciones en el negocio, para unas recién llegadas levantar el cierre cada día es casi un milagro.

Mi madre y mi tía sabían de frutas y verduras y en estos meses han aprendido de zapatos y de bolsos, de poner escaparates y hasta de cómo usar el ordenador o el datáfono. Cuando las veo, siempre contentas con su decisión de abrir el negocio, incluso en los días en los que las ventas flojean, pienso que mi abuela, la verdulera del mercado de San José, estaría muy orgullosa de sus hijas. Yo lo estoy. De las tres.

Artículo publicado en El Adelantado de Segovia.

Ana San Romualdo es redactora de El Adelantado de Segovia.

4 comentarios:

  1. Me encanta el texto, y la primera foto es total. Está claro que las grandes mujeres sólo pueden tener una gran descendencia. Enhorabuena, Ana¡¡¡

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  2. Preciosa historia, la de tu vida en este caso. Gracias Ana por compartirla

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  3. Gracias Ana por compartirlo. Es una historia preciosa. Un abrazo

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