Escritos

Mi madre. Por Claudia Tarozzi



Quizá no se deba mirar siempre hacia dentro, hacia la familia, pero, si el ejemplo de mujer del que estamos más orgullosos es el de la madre de uno, entonces no podemos hacer otra cosa.

Mi madre fue una extranjera más, casada con un hombre de otra nacionalidad, en un país europeo de posguerra. Venía de familia acomodada -la alta burguesía de los países del Este-, era licenciada en filosofía y letras, hablaba varios idiomas y, por eso, pudo ejercer de profesora durante un tiempo, cuando todos los países estaban en plena reconstrucción. Supongo que vivir en otro país le supuso años de adaptación, pero nunca dio señales de arrepentirse de haber seguido a su gran amor. Se dedicó de pleno a la familia, tuvo 6 hijos a los que inculcó ante nada la curiosidad por aprender y la defensa de la libertad de expresión.

La vi siempre elegante y vestida de punta en blanco cada día, aunque no tuviese que salir; como único maquillaje se ponía un poco de polvos y un poco de pintalabios, y se rizaba las pestañas con las uñas: era guapísima, lo digo objetivamente. 

Cuando, siendo ya mayores todos, logramos que nos contara algo de su experiencia de la guerra, nunca pudo llegar más allá de pocos recuerdos cada vez, los sollozos la ahogaban. Perdió a su hermano pequeño –solo 17 años- y a su hermana mayor el mismo día: la última se estaba acercando a Comandancia para recibir la noticia de la muerte del primero, cuando le cayó una bomba encima. Cuando decidió fugarse al país de su novio, pasaron tres meses en los montes y vieron convoyes de deportados a campos de concentración.

Casi siempre se derrumbaba en sus relatos al acordarse haber visto gente deportada pastando por los campos; o el terror que produce que un avión vuele tan bajo, mientras te está ametrallando, que ves la cara del piloto. Ellos también fueron capturados una vez y ella contaba que casi los habían salvado de muerte segura, porque el sitio donde estaban fue arrasado. Salieron del campo gracias a sus idiomas y a alguna joya bien custodiada que todavía se podía intercambiar por comida o por ayuda en la fuga.  

Contaba papá que, aunque mamá no lo quisiera reconocer, sólo gracias a ella se salvaron los dos y cinco más, cuando, al ir a por la lancha que habían apalabrado, se encontraron con un grupo muy hostil con el que ella negoció porque hablaba su idioma y se hizo respetar como “señorita” que era.

Jamás mamá alardeó de nada, jamás se quejó de nada. Nos enseñó francés desde pequeños, pero no su idioma, quizá como catarsis para de alguna manera olvidar; no nos educó en ninguna religión, sólo quiso enseñarnos a ser libres y a usar nuestra inteligencia y nuestros recursos personales. ¡Pero guardaba todas las fiestas! 

Por no haberla visto decaer jamás –aguantó dos años más allá del pronóstico médico con una metástasis al hígado-, por no haber salido nunca una sola queja o critica de su boca y sí besos, sonrisas y palabras de ánimo, aunque la historia de mi madre no sea especial, lo será siempre para mí. Añoro su beso de buenas noches.

Claudia Tarozzi Širola es profesora de inglés y de italiano. Además es socia del Lyceum Club María Zambrano.

------------------------

Mi abuela, mi madre y mi tía. Por Ana San Romualdo


Siempre me ha molestado mucho esa expresión de que una persona es o se comporta como una verdulera, aunque la verdad es que hasta yo misma me he sorprendido en algún momento utilizándola, para después arrepentirme de inmediato. Procuro usar expresiones alternativas (al hilo de la actualidad, qué mejor que eres una belenesteban), porque mi abuela era verdulera, y nada más alejado que ella de esa imagen de mujer vulgar y gritona que se asocia al término.

Mi abuela Eugenia, Uge para todos, tenía un puesto de fruta y verdura en el mercado de San José, entonces un lugar frío y lleno de corrientes de aire, muy alejado del moderno centro cultural que es hoy y que ella nunca llegó a conocer. Cogió el puesto en años muy difíciles de la posguerra, tiempos en los que no sobraba de nada; tiempos que, me temo, hacen palidecer a los que actualmente padecemos, nada sencillos tampoco.

Al principio, había días en los que no vendía casi nada. En los que la mercancía, muy frágil, se estropeaba en las cajas o en las banastas y llegaba a casa como se había ido, solo con el frío segoviano en el cuerpo. Aún guardo, vencida como siempre por el simbolismo de los objetos, una vieja chaqueta de lana suya. Recuerdo, o quizás quiero recordar, que las usaba cuando estaba en el mercado.

El caso es que Uge, que era dura y tierna a la vez, nunca perdió la fe en que aquella aventura en que se había embarcado serviría para mejorar la vida de su familia. Siempre había un ya venderemos mañana. Con modestia, el negocio fue poco a poco yendo mejor, y sirvió para completar los ingresos familiares. Sin pretensiones; ésta no es la historia de una frutera que acabó teniendo una gran empresa, sino la de una frutera que fue frutera. Creo que ella nunca necesitó más y desde luego, yo tampoco.

Por la frutería pasaron, brevemente, mi tía Raquel y, un poco más prolongadamente en el tiempo, mi madre, Ana. No sé si es genética, o cuestión de ambiente, pero yo misma me recuerdo, antes que escribiendo, haciendo cuentas y cobrando a las señoras en el puesto, cuando apenas levantaba un metro del suelo.

La vida llevó a mi madre y mi tía por otros derroteros y no creo que pensasen en seguir los pasos de su madre y establecer su propio negocio. Pero el caso es que, aunque no lo pensasen, terminó sucediendo. Cuando ya pasaban de los 50, cuando quien más y quien menos siente que ya tiene la vida encarriladada y que lo propio es empezar a pensar en la jubilación y los nietos, ellas echaron mano del espíritu de su madre, el mismo espíritu que veo en ellas cada día, se pusieron la crisis y los “éstas dos están locas” por montera y abrieron una zapatería.

Han pasado casi dos años y La Zapatería del Mercado, en el Mercado de La Albuera, (gracias a EL ADELANTADO por esta pequeña cuña gratuita) sigue abierta, para sorpresa de los que no las daban ni un año, en un momento con una de las peores caídas del consumo de los últimos treinta años. Como la frutería de mi abuela, no creo que la zapatería llegue nunca a multinacional, pero en tiempos en que abrir cada mañana es un triunfo incluso para los que llevan generaciones en el negocio, para unas recién llegadas levantar el cierre cada día es casi un milagro.

Mi madre y mi tía sabían de frutas y verduras y en estos meses han aprendido de zapatos y de bolsos, de poner escaparates y hasta de cómo usar el ordenador o el datáfono. Cuando las veo, siempre contentas con su decisión de abrir el negocio, incluso en los días en los que las ventas flojean, pienso que mi abuela, la verdulera del mercado de San José, estaría muy orgullosa de sus hijas. Yo lo estoy. De las tres.

Artículo publicado en El Adelantado de Segovia.

Ana San Romualdo es redactora de El Adelantado de Segovia.