martes, 8 de febrero de 2011

Mi madre. Por Claudia Tarozzi


Quizá no se deba mirar siempre hacia dentro, hacia la familia, pero, si el ejemplo de mujer del que estamos más orgullosos es el de la madre de uno, entonces no podemos hacer otra cosa.

Mi madre fue una extranjera más, casada con un hombre de otra nacionalidad, en un país europeo de posguerra. Venía de familia acomodada -la alta burguesía de los países del Este-, era licenciada en filosofía y letras, hablaba varios idiomas y, por eso, pudo ejercer de profesora durante un tiempo, cuando todos los países estaban en plena reconstrucción. Supongo que vivir en otro país le supuso años de adaptación, pero nunca dio señales de arrepentirse de haber seguido a su gran amor. Se dedicó de pleno a la familia, tuvo 6 hijos a los que inculcó ante nada la curiosidad por aprender y la defensa de la libertad de expresión.

La vi siempre elegante y vestida de punta en blanco cada día, aunque no tuviese que salir; como único maquillaje se ponía un poco de polvos y un poco de pintalabios, y se rizaba las pestañas con las uñas: era guapísima, lo digo objetivamente. 

Cuando, siendo ya mayores todos, logramos que nos contara algo de su experiencia de la guerra, nunca pudo llegar más allá de pocos recuerdos cada vez, los sollozos la ahogaban. Perdió a su hermano pequeño –solo 17 años- y a su hermana mayor el mismo día: la última se estaba acercando a Comandancia para recibir la noticia de la muerte del primero, cuando le cayó una bomba encima. Cuando decidió fugarse al país de su novio, pasaron tres meses en los montes y vieron convoyes de deportados a campos de concentración.

Casi siempre se derrumbaba en sus relatos al acordarse haber visto gente deportada pastando por los campos; o el terror que produce que un avión vuele tan bajo, mientras te está ametrallando, que ves la cara del piloto. Ellos también fueron capturados una vez y ella contaba que casi los habían salvado de muerte segura, porque el sitio donde estaban fue arrasado. Salieron del campo gracias a sus idiomas y a alguna joya bien custodiada que todavía se podía intercambiar por comida o por ayuda en la fuga.  

Contaba papá que, aunque mamá no lo quisiera reconocer, sólo gracias a ella se salvaron los dos y cinco más, cuando, al ir a por la lancha que habían apalabrado, se encontraron con un grupo muy hostil con el que ella negoció porque hablaba su idioma y se hizo respetar como “señorita” que era.

Jamás mamá alardeó de nada, jamás se quejó de nada. Nos enseñó francés desde pequeños, pero no su idioma, quizá como catarsis para de alguna manera olvidar; no nos educó en ninguna religión, sólo quiso enseñarnos a ser libres y a usar nuestra inteligencia y nuestros recursos personales. ¡Pero guardaba todas las fiestas! 

Por no haberla visto decaer jamás –aguantó dos años más allá del pronóstico médico con una metástasis al hígado-, por no haber salido nunca una sola queja o critica de su boca y sí besos, sonrisas y palabras de ánimo, aunque la historia de mi madre no sea especial, lo será siempre para mí. Añoro su beso de buenas noches.

Claudia Tarozzi Širola es profesora de inglés y de italiano. Además es socia del Lyceum Club María Zambrano.

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